Este relato es uno de las más representativos de la cultura y literatura narrativa de la bella Perla del Guadiana y es platicado y llevado a la letra impresa, de manera misteriosa y amena por el extinto Cronista de la Ciudad, el profesor Manuel Lozoya Cigarroa, autor prolífico de muchas obras relativas a Durango y sus personajes, ya sean de leyenda o reales.
Disfruten esta lectura.
LA MONJA DE LA CATEDRAL DE DURANGO
Por el Profesor Manuel Lozoya Cigarroa.
Se cuenta que existió una vez en la ciudad de Durango una familia
cuyo nombre se ha perdido en el tiempo, eran originarios de Topia, población
minera que se encuentra enclavada en el corazón de la sierra de Durango. Él se
había dedicado a la minería, ella prototipo de la mujer hogareña, la vida había
pasado dando atención a Beatriz única hija del matrimonio.
Beatriz era una hermosa chiquilla de piel blanca, ligeramente tostada por
el sol de la sierra, cabello rubio y largo, ojos azules, boca pequeña con labios
finos y rojos, robusta y de estatura alta bien proporcionada. Como era la única
hija de la familia y los padres tenían con qué hacerlo, pensaron en darle una
buena educación.
Movidos por ese imperativo, la familia se trasladó a la ciudad de Durango,
estableciéndose en una casa de la calle “Del Pendiente”, que estaba muy cerca del
templo de la catedral donde había de inmortalizarse para siempre Beatriz, en la
leyenda de La Monja de Luna de la Catedral de Durango.
Era la década de los años cincuenta del siglo XIX cuando la chica determinó
ingresar a un convento de religiosas. Sus padres que la amaban tanto, aprobaron
de inmediato la idea, considerando que preferirían verla casada con Cristo que
con un mortal cualquiera.
Beatriz se fue al convento, su padre, además de pagar una fuerte cantidad
de dinero por la dote correspondiente, su fortuna la donó al monasterio a donde
había ingresado su hija.
Eran aquellos años turbulentos de las luchas entre liberales y
conservadores, Juárez en desesperado esfuerzo por liberar a su pueblo de la opresión
de conciencias, promulgó las Leyes de Reforma cambiando la Constitución. El
clero al sentir sus intereses afectados; cerró algunos conventos o
instituciones de carácter religioso, entre ellos el convento en donde se encontraba
Beatriz. La monja regresó a su casa encontrándose con la desagradable sorpresa
de que su madre había muerto y su padre se encontraba muy enfermo.
A Beatriz al retirarla no le regresaron ni la dote, ni la fortuna que su
padre había donado cuando ingresó. Las reservas económicas de la familia se
habían agotado y la situación era difícil. El tiempo pasaba y no había dinero
ni donde conseguirlo, las fuentes de trabajo estaban cerradas, pues acababa de
pasar la guerra de reforma y ya se estaba en plena intervención francesa.
El viejo murió y se tuvo que hipotecar la casa para enterrarlo poniendo en
riesgo su único patrimonio donde podría vivir mientras se abría el convento.
Beatriz se quedó envuelta en terrible soledad, protegida por su fe y sostenida
con la esperanza de volver pronto a su vida monacal. En su casa toda ocupación
consistía en salir en la mañana a la misa, en la tarde al rosario a la iglesia más
cercana que era la catedral. Durante el día aseaba la casa y entre el rezo y
rezo atendía su industria artesanal hogareña que consistía en tejer y bordar
paños para la iglesia, actividad por la que el cura le obsequiaba unas cuantas
monedas y le daba su apretón de manos.
Mientras la vida de esta mujer se deslizaba en perezosa rutina, las tropas
francesas del imperio, mandadas por el general L’Heriller entraba en Durango
sin resistencia, siendo objeto de caluroso recibimiento por la burguesía y el
clero. Se recibió a los franceses con la lluvia de flores, los intelectuales
les compusieron versos, el comercio les ofrecía banquetes, el clero misas y
Te-Deum; y la sociedad aristócrata les brindo su casa a los jefes y oficiales
imperialistas extranjeros; quienes en su mayoría eran jóvenes apuestos y sobre
todo, con monedas de oro en los bolsillos, sustraídas de la antigua hacienda
mexicana. Estos cortejaban a las damas duranguenses, ellas en correspondencia
se dejaban querer.
A los varones, principalmente jóvenes de la ciudad, nunca les cayó bien lo
que veían. Odiaban a los franceses por ser invasores. Si la ciudad no había
puesto resistencia a su llegada no fue por falta de valor y conciencia nacional
de los hombres del pueblo, si no por falta de recursos para organizar la
defensa, por una parte; por la otra, los invasores con el hecho de ser
franceses, los hizo sentirse facultados para atropellar a los civiles y
disfrutar a la mujer que les agradaba. Este odio daba a los mexicanos razón
para asesinar a un francés cuando se daba la oportunidad.
Así sucedió que una noche oscura y lluviosa del mes de agosto de 1866 se
encontraban en la calle un joven mexicano que trataba de entrevistarse con su
novia y un joven oficial francés de nombre Fernando que intentaba cortejar a la
misma dama. No hubo dialogo entre ellos, el duranguense, puñal en mano se lanzó
contra el intruso; le asesto dos o tres puñaladas, Fernando al sentirse herido
huyó. El mexicano en su afán de aniquilarlo trató de darle alcance, tropezó y cayó
al piso, el escurridizo militar dio vuelta a la esquina y avanzó en su huida.
Consciente el extranjero de que si
lo alcanzaba su rival no lo dejaba vivo, tocó en la primera puerta que se
encontró; era la casa de Beatriz. La muchacha al oír los toques fuertes y
desesperados intuyó que su auxilio era de vida o muerte. Abrió la puerta, el
francés mal herido entró y cayó sangrante y desmayado en el suelo del zaguán.
La monja cerró, violentamente puso el aldabón y se quedó perpleja; no pensó ni
hablo nada, durante unos minutos se quedó parada, contemplando al moribundo sin
hallar qué hacer.
Por fin se le paso el susto, le limpió la sangre de la cabeza al herido y
aplicó unos lienzos de agua fría que lo hicieron volver en sí. Cuando se paró,
a ella lo cautivo por lo arrogante, a él, ella lo cautivo por lo bella y lo delicada.
Luego que el militar tomó unos sorbos de agua fresca, Beatriz abrió la puerta
del zaguán y le pidió que abandonara la casa de inmediato. Fernando le suplicó
que le permitiera pasar esa noche allí para salvar su vida, la monja se asustó
y le negó el refugio.
El francés ante la alternativa de la vida y la muerte, cerró la puerta con
brusquedad y sacando un espadín que no pudo utilizar en el encuentro fatal, se
lo puso en el pecho diciéndole: si haces escándalo ¡te mato! la monja prefirió callar y esperar
el resultado de las cosas. Después de un buen rato de silencio entre los dos, él
le platico todo y le imploro su ayuda; le entregó un buen puño de monedas de
oro, que indudablemente contribuyeron al convencimiento de la monja. Por fin,
Fernando se quedó escondido en casa de Beatriz. Ella lo curó y lo atendió con
esmero. Los dos eran jóvenes, más o menos de la misma edad, bien parecidos. Se
enamoraron profundamente uno del otro y sintiendo Beatriz que había encontrado
a él hombre de su vida, se entregó en cuerpo y alma a él; los dos vivieron
momentos de excelsa felicidad, de esos que son escasos en el vivir de los seres
humanos pero que, cuando se presentan deben vivirse con plenitud. En ese mundo
secreto de feliz compañía el militar perdió el pulso del devenir en la política
de México porque no salía de la casa, ni conversaba con nadie. Ella que era la
que se comunicaba con el exterior, no entendía de esas cosas ni recibía
información porque su círculo de relaciones era ajeno a la vida militar y
política del estado.
Las cosas cambiaron, Napoleón ordeno el retiro de las fuerzas francesas del
suelo mexicano; el ejército francés sin saber de Fernando, abandonó la ciudad
de Durango y se aprestaba el ejército liberal a la ocupación de la plaza. Al
conocer esto el militar del relato, intuyó que sus días estaban contados,
advirtió que no podía estar oculto toda la vida; tarde o temprano sería
descubierto y terminaría en el paredón. Era urgente salir de Durango, tenía que
dejar a Beatriz; se revistió de valor y dio a conocer la decisión a su amada.
Beatriz se resistió en principio, el la convenció ofreciéndole volver pronto,
tan bueno como las cosas cambiaran. Ya no había franceses en la ciudad de Durango,
solo Fernando porque estaba escondido. La monja le consiguió un caballo
ensillado, le prestó bastimento y una noche del mes de noviembre de 1866, el
oficial francés salió sigilosamente de la ciudad; Beatriz lo encaminó hasta la
salida donde terminaba el barrio de Analco, camino al puerto de Mazatlán. La
despedida fue dolorosa como son todas las despedidas de dos seres que se
quieren. Las lágrimas de la pareja, humedecieron aquella noche de otoño, se
apretaron fuertemente en un abrazo desesperado, se dieron un beso prolongado;
ella se quitó una medalla de oro que llevaba colgada en su pecho y colgándosela
a él le dijo: “Para que te cuide”. Fernando montó en su corcel y se perdió en
la lejanía y el silencio de la noche.
La noche estaba estrellada como son las noches durangueñas en esa época del
año; hacia frío, el ambiente olía a pasto seco, había silencio, en la lejanía
se escuchaba el canto de los gallos y las campanas de la catedral sonaban las
tres de la mañana. Beatriz levantó los ojos al cielo, oró en silencio y con voz
casi apagada decía: “tiene que volver señor, tú me lo vas a traer”; mientras
que con paso lento atravesaba las calles de los barrios Analco y Tierra Blanca
y se dirigía a su casa.
Por otra parte, Fernando no conocía el camino que lo podría conducir al
puerto de Mazatlán, para unirse con sus compañeros y después, ya con otro
carácter volvería a buscar a Beatriz. Los conocimientos que tenia del estado de
Durango y sus comunicaciones eran mínimos, solamente los que sus superiores le
habían transmitido con motivo de operaciones de la guerra. Cuando se alejó de
su amada y se sintió solo ante aquel espléndido panorama nocturno, contempló
las estrellas y lloró a torrentes. Se sintió el hombre más desgraciado de la
tierra, sin patria, sin familia, sin dinero, sin conocimiento del terreno, sin
compañeros y con el tremendo estigma de llevar el uniforme de un ejército
invasor que se batía en retirada.
Sintió que su vida estaba contada en horas y se arrepintió terriblemente de
no haberse quedado con Beatriz a vivir en un encierro sin límites. Hasta ese
momento se puso a considerar los riegos que consideraba aquel viaje, que
comparados con los riesgos que le traía vivir al lado de su amada, optó por su
regreso. Miro el horizonte y el crepúsculo rosado del amanecer anunciaba el
advenimiento de un nuevo día. La fuerza del amor había triunfado, pensó en el
gozo que le iba dar a ver a Beatriz verlo esa misma mañana.
Así, torció la rienda a su caballo para emprender el camino de regreso, en
el preciso momento que la avanzada de una guerrilla juarista que tenía su
cuartel en la vieja hacienda de Tapias muy cerca de la capital de la entidad le
marcaba “el quien vive”. Fernando al conocer de los rigores de la guerra y
sabedor de la política del presidente Juárez, ni siquiera pensó su decisión. Le
prendió las espuelas al caballo, le dio un cuartazo con energía y salió
disparado como un rayo por donde había venido. No avanzó mucho, una descarga de
fusilaría rompió el silencio de aquella madrugada y el cuerpo de Fernando rodó
sin vida por el suelo. El caballo se fue con todo y silla, uno de los
guerrilleros lo alcanzó y en su veloz carrera con su reata de lazar le echó un
cuello, enredó la cabeza de silla y lo detuvo, trayéndolo ante el jefe de la
guerrilla.
Después de revisarlo de todo a todo y registrar los bolsillos del muerto,
tratando de encontrar algún mensaje secreto, no encontraron identificación
alguna, en un morral de cuero solo había un guaje con agua, unas gordas que en
su interior contenían frijoles molidos enchilados, un poco de pinole y unos
panecillos de harina de trigo, estaban envueltos en una servilleta bordada con
hilaza de colores adornada con un deshilado y unas puntas de tejido a mano.
Aquel soldado no traía nada de importancia, ni siquiera fusil, solo colgaba en
su pecho una medalla de oro con la imagen de la Purísima Concepción y un nombre
grabado por el dorso que decía: Beatriz.
Atravesaron el cuerpo de aquel hombre sobre la silla del caballo en que venía
montado y se lo llevaron estirando hasta la hacienda. Extendieron al difunto
sobre el piso del portal de la casa grande donde vivía don Antonio, el jefe de
la guerrilla. El sol salía en las colinas de enfrente, un viento helado soplaba
del norte; la noticia de la muerte se extendió como reguero de pólvora, la casa
se llenó de mirones; una vieja observadora dijo después de examinarlo: miren y
tenía barba partida; era muy joven. Otra agrego: era muy alto. Allí permaneció
el cadáver tirado, no le pusieron velas ni nadie lo lloraba, a la altura del
medio día, se le dio cristiana sepultura. Al cementerio lo llevaron atravesado
en su caballo y al sepelio solamente asistieron dos personas soldados de la
guerrilla, uno llevaba un talacho y una pala sobre el hombro. El otro
cabresteaba el caballo que servía de ataúd y de carroza fúnebre. Al llegar al
panteón cavaron una fosa y allí arrojaron el cadáver de Fernando como cayó. Así
terminaba el amor de Beatriz, el hombre de su sueño y de su vida que la había
hecho tan feliz un corto tiempo.
Beatriz no supo nada de esto, tal vez si lo sabe se muere de angustia o se
clava un puñal en el corazón. Ella vivía porque era de Fernando y se conservaba
para él; consideraba que el regreso de su amado era cuestión de días, o cuando
mucho de meses. En su casa, volvió a la vida de soledad y rutina; ir a misa en
la mañana, al rosario en la tarde y bordar y tejer para confeccionar los paños
sagrados de la iglesia. No dormía, gran parte de la noche se la pasaba en vela,
orando de rodillas ante el retrato antropomorfo del trazador de destinos
humanos.
En el convento había aprendido que la fe debe de ser siempre constante, que
hay que sufrir para merecer, y que un milagro no se realiza nada mas porque se
pide; para que se haga hay que atravesar la barrera del infinito y llegar a Dios
y se llega a Él solamente cuando se habla con el corazón. Por todo esto, ella
esperaba el milagro a largo plazo y aun así, hacia lo imposible por merecerlo.
Siempre tenía de día y de noche una lámpara de aceite encendida a la imagen de
su devoción.
La castigaba el saber que ya era madre, que en su vientre latía una vida,
producto de su amor con Fernando; que la hipoteca de la casa, que había hecho
cuando tuvo que enterrar a su padre estaba por vencerse y no tenía dinero; que
si abrían de nuevo el convento no podría regresar; que qué diría el señor cura
si se daba cuenta de su pecado; que donde iba a vivir si le quitaban la casa,
que si nacía su hijo sin padre, a él y a ella la sociedad de la religión los
iba a condenar; que si Fernando no venía ella se moría de pena. Esas y muchas
otras reflexiones hacia Beatriz, todos los días y todas las noches; al fin, el
desgaste de energía por el llanto y la preocupación eran más grandes que el
insomnio y terminaba por dormirse. Las campanadas de misa de las cinco la
despertaban, se santiguaba y empezaba a pensar en Fernando y en su situación
para concluir con la espera de un milagro, que era lo único que la podía
salvar.
Así pasó un mes y así pasaron tres meses sin tener noticias de su amado, la
confortaba la idea de que él no le escribía porque estaba próximo su regreso;
el milagro estaba por realizarse de un momento a otro, en una noche de luna
llegaría el oficial francés por el occidente. Tanta era su fe, que la idea del
regreso de Fernando se convirtió en obsesión y todos los días de plenilunio,
cuando Beatriz iba al rosario de la tarde, se escondía tras un confesionario de
la catedral, para luego que cerraban la puerta, subiría por la escalera del
caracol al campanario; porque lo alto de la torre le permitía dominar mayor
distancia y visibilidad en el horizonte, para completar la inmensidad hacia el
occidente por donde tenía que aparecer su amado. Todos los días, todas las
tardes y todas las noches, Beatriz trepaba a lo alto de la torre izquierda de
la catedral, a hurgar en el horizonte esperando el retorno de Fernando; por
fin, cuando el niño de Beatriz estaba por nacer, una mañana del mes de abril, a
las primera luces del alba, cuando el sacristán del templo abría la puerta
mayor de la iglesia, vio tirado sobre el atrio enlozado de la catedral, el
cuerpo de una mujer que con los brazos abiertos sobre el suelo, yacía muerta.
Estampada en el piso al desplomarse de lo alto de la torre de donde contemplaba
el horizonte.
Nunca se supo si fue suicidio por la desesperación y el desengaño porque el
milagro no se realizaba, porque la plegaria de aquella noche de noviembre se
perdió en el infinito del cielo estrellado y no llego a su destino, porque los
ruegos y las oraciones de todos los días, no fueron escuchados en represalia,
porque la monja rompió el voto de castidad. No se supo tampoco si fue un
accidente producto del agotamiento y el desvelo el que ocasiono el desplome. La
realidad, que Beatriz murió por la caída de más de treinta metros de altura,
cuando a su hijo le faltaban unos días para nacer y que desde entonces, todas
las noches de plenilunio se ve la silueta de una monja vestida de blanco en el
campanario de la torre izquierda de la catedral de Durango, de rodillas
contemplando el occidente implorando por el retorno de su amado.
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